La fábula del pez

El pez devoró la carnada y el anzuelo se clavó en su boca.
Para entonces ya había yo perdido la cuenta de las veces que había tenido que poner una nueva carnada, porque nada picaba.
Tenía hambre y calor.
Incluso estaba un poco amodorrado. El rítmico balanceo de la pequeña lancha en la que me encontraba había comenzado a arrullarme.
Viendo el agua y sus reflejos, pensaba en la muerte de mi padre.
Estaba tan absorto en mis pensamientos — y medio dormido — , que me sorprendí mucho cuando el hilo de nylon se tensó y la vara comenzó a agitarse.
Me incorporé rápidamente, jalé la caña, recogí el hilo y vi que el pez — ahora pescado — boqueaba. Y cada movimiento de su boca parecía formar una letra que parecía una sílaba, que parecía una palabra, que parecía una frase.
Completamente extrañado, miré fijamente uno de sus ojos y vi — o me pareció ver — que me hacía un guiño. No sé por qué, pero supuse que su intención era que me acercara. Así pues, puse su boca junto a mi oído izquierdo y pude escuchar claramente lo que me decía:
«Dar sólo un pez a un hombre es inútil, pues el hambre es infinita, como infinitas son las piedras que reposan en el fondo de este río. Nada la sacia del todo y siempre regresa».
Desconcertado, me quité el pescado de la oreja y vi que seguía boqueando, insistentemente. Me lo acerqué de nuevo. Y me dijo:
«Enseñarlo a pescar es baladí, pues la vida dura apenas un instante y desperdiciarla pescando es un asunto de tontos».
Por supuesto, me sentí un tonto: había pasado ahí más de tres horas y lo único que había conseguido pescar resultó ser un pez filósofo. Quise responderle, pero preferí no hacerlo: ya era bastante inusual que un pescado me hablara como para que, además, me pusiera a contestarle.
Saqué el anzuelo de su boca y lancé su cuerpo resbaloso al agua.
El pescado — ahora pez de nuevo — se alejó nadando.
Yo me quedé ahí, intentando adivinar hacia donde se había ido, y luego de un rato comencé a remar de regreso.
A los dos nos quedaron un par de cicatrices.